La violencia familiar en tiempos de COVID

Rodrigo Calderón

De acuerdo con estimaciones de oficinas gubernamentales como la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y el Instituto Nacional de Geografía y Estadística, las afectaciones provocadas por la emergencia sanitaria de COVID-19 se prolongarán al menos durante diez años. Esto quiere decir que, una vez superado el confinamiento, nuestro país enfrentará serios problemas durante toda una década en temas determinantes para el desarrollo familiar y comunitario, como el acceso a la salud, la generación de empleos, la permanencia escolar y el desarrollo económicolocal. Esto sin contar el inmenso trabajo que las instituciones deben realizar para reconstruir el tejido social y la convivencia entre los humanos.

El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) anunció hace unos días que durante el periodo de confinamiento los casos de violencia familiar se incrementaron en al menos de 4.7%, respecto al 2019. Dicho de otro modo, más crudo pero más ilustrativo, cada día 650 familias mexicanas son violentadas por la cultura patriarcal. Esto significa que cada hora, decenas de mujeres, niñas, niños, adolescentes y adultos mayores son víctimas de violencia física, verbal, económica o psicológica en su propio hogar. Lo peor es del caso es que, según el régimen falocéntrico, son violentados por una figura de poder, que en teoría debiera protegerlos: el hombre.

Lo anterior revela que más allá de las lamentables pérdidas humanas y materiales; las primeras estimadas en cerca de 230 mil decesos, y las segundas todavía incuantificables, aún nos resta mucho camino por andar para adaptarnos con certidumbre a una nueva dinámica existencial, la que sobrevendrá cuando el semáforo epidemiológico pase de amarillo a verde, lo cual, según declaraciones de autoridades locales y federales, sucederá en unas cuentas semanas. 

¡Pero ojo!, los datos del SESNSP sobre las violencias en el hogar solo demuestran que este problema ya existía, que es un fenómeno estructural, multifactorial, que no responde a una circunstancia específica (aunque pueda agravarla) y que, históricamente, está entre nosotros, muy probablemente sin darnos cuenta, pues en buena medida responde a una cultura patriarcal que nos involucra y nos moldea: un sistema que a tomado a los hombres como el pivote de la historia, de la gran historia, pero también historia pequeña, la del día a día.

Es claro que la vida cotidiana ha sido construida sobre referencias masculinas, caracterizadas por ideas falsas de poder. Por eso a las mujeres se le ha conferido un rol “natural”, asociado a los cuidados domésticos y familiares. Son ellas las responsables de la “estabilidad” familiar., lo que propicia que los hombres desarrollen una idea de posesión y control sobre los integrantes de familia y el entorno en que estos se desenvuelven. 

De ahí surgen muchas ideas erróneas tomadas como verdades absolutas; por ejemplo, que los celos son amor; que el hombre tiene derecho de usar sexualmente el cuerpo de la mujer cuando le apetezca por el simple hecho de estar casados o de vivir en concubinato; que los hombres golpean a la mujer por su bien; que los hombres son más hombres cuántas más mujeres tengan y que, en contraste, una mujer pierde su dignidad y reputación si se ha involucrado romántica o sexualmente con varios hombres, etcétera, etcétera. 

Por desgracia, sobre estas bases sesgadas se han levantado estructuras invisibles que, dadas las condiciones pandémicas, entorpecen la reincorporación de las familias a sus actividades habituales, a esas que realizaban antes de aquel fatídico 27 de febrero de 2020, cuando se tuvo conocimiento del primer caso del virus en nuestro país.

Y la explicación es muy simple, además de cumplir con su “natural” papel de cuidadoras familiares, las mujeres han tenido que enfrentar una carga doméstica adicional por la presencia permanente de los hijos y de la pareja en casa, pero al mismo tiempo tiempo han hecho suya la enorme responsabilidad de explicar a los hijos lo qué está sucediendo o lo que podría pasar con la pandemia, aunque no necesariamente ellas lo sepan con exactitud. 

Esto sin contar que dada su “naturaleza” de cuidadoras han tenido que contener las emociones de los críos o los abuelos, si es que estos últimos viven con ella, ante el distanciamiento físico con sus familiares, las dificultades económicas por el despido o reducción de los ingresos propios o de su pareja, la incertidumbre y el miedo ante la pérdida de sus seres queridos. O simplemente por el cambio de rutinas diarias.

El impacto de esta parafernalia trasciende con mucho la tristeza, el miedo o la incertidumbre, que de suyo es bastante. Con ella vendrán o mejor dicho, ya están aquí otros problemas de tipo orgánico y emocional, como los trastornos del sueño, el debilitamiento del sistema inmunológico o los problemas gástricos, por citar solo algunos casos.

Si tomamos en cuenta la información revelada por el Consejo Ciudadano para la Seguridad y Justicia de la Ciudad de México, en el sentido de que en el momento más álgido de la pandemia, nueve de cada 10 personas violentadas en los hogares mexicanos fueron mujeres y que una de cada cuatro fue testigo actos de violencia contra otra u otras mujeres, entonces habría que valorar en su justa dimensión los esfuerzos que han realizado  universidades e instituciones de educación superior en nuestro país para atender el tema mediante protocolos especializados, pues muchas de estas mujeres arribarán por primera vez  o regresarán a sus escuelas con varias experiencias de violencia a cuestas. 

Es cierto que aún falta mucho por hacer, pero es indiscutible que entidades como la Universidad Nacional Autónoma de México, han hecho un trabajo loable al fortalecer, perfeccionar o crear protocolos para la atención a casos de violencia de género, pues como lo revelan las cifras comentadas, una vez que volvamos a la “normalidad” y regresemos a clases, los fantasmas de este tipo de violencia rondarán sus aulas. 

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